Reflexión de cómo ser Maestro
El primer día de clase, la maestra doña Tomasa se presentó ante sus alumnos de quinto grado con una sonrisa firme y palabras seguras: “Siempre trato a todos por igual. No tengo favoritos, ni maltrato ni desprecio a nadie”. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de lo difícil que sería cumplir su promesa.
A lo largo de su carrera había conocido estudiantes traviesos y desafiantes, pero ninguno como Pedrito. Llegaba al colegio sucio, nunca hacía las tareas, pasaba el tiempo molestando a sus compañeros o dormitando en su pupitre. Se había convertido en un dolor de cabeza para ella. Frustrada y agotada, un día explotó y decidió acudir a la dirección.
—No soy maestra para soportar la impertinencia de un niño malcriado. Me niego a seguir teniéndolo en mi clase. Ya casi son las vacaciones de Navidad, espero no verlo cuando volvamos en enero.
La directora la escuchó con paciencia y, sin decir nada, sacó el expediente de Pedrito y lo puso en las manos de doña Tomasa. A regañadientes, la maestra comenzó a leerlo. Pero a medida que avanzaba, su corazón se fue encogiendo.
Primero de primaria: “Pedrito es un niño brillante y amigable. Siempre tiene una sonrisa en los labios y todos lo quieren mucho. Entrega sus trabajos a tiempo, es muy inteligente y aplicado. Es un placer tenerlo en mi clase”.
Segundo de primaria: “Pedrito es un alumno ejemplar con sus compañeros. Pero últimamente se encuentra triste porque su mamá padece una enfermedad incurable”.
Tercero de primaria: “La muerte de su mamá ha sido un golpe insoportable. Ha perdido el interés en todo y se pasa el tiempo llorando. Su papá no se esfuerza en ayudarlo y parece muy violento. Creo que lo golpea”.
Cuarto de primaria: “Pedrito no demuestra interés alguno en clase. Vive cohibido y cuando intento ayudarle y preguntarle qué le pasa, se encierra en un mutismo desesperanzador. No tiene amigos y está cada vez más aislado y triste”.
Por ser el último día de clase antes de Navidad, los alumnos le llevaron a doña Tomasa regalos envueltos en finos y coloridos papeles. Pedrito también le llevó el suyo, dentro de una bolsa de papel arrugada. Al abrirlo, sus compañeros estallaron en carcajadas: era un viejo brazalete al que le faltaban piedras y un frasco de perfume casi vacío.
Para detener la burla, doña Tomasa se puso el brazalete con orgullo y se echó unas gotas del perfume en las muñecas. Ese día, Pedrito se quedó al último al salir de clase y le dijo en voz baja:
—Doña Tomasa, hoy usted huele como mi mamá.
Esa noche, en la soledad de su casa, doña Tomasa lloró largamente. Comprendió que no solo estaba ahí para enseñar lectura, escritura y matemáticas, sino para algo mucho más importante: educar el corazón de sus alumnos.
Cuando regresaron a clases en enero, doña Tomasa llegó con el brazalete de la mamá de Pedrito en su muñeca y unas gotas del perfume en su piel. Al verla, Pedrito esbozó una sonrisa, tal vez la primera en mucho tiempo. Poco a poco, con paciencia y cariño, la maestra fue sembrando en él confianza y autoestima. Con el paso de los meses, Pedrito comenzó a esforzarse, sus calificaciones mejoraron y volvió a ser aquel niño aplicado y sonriente de sus primeros años escolares.
Al final del curso, doña Tomasa se dio cuenta de que su afirmación inicial ya no era del todo cierta: para ella, todos sus alumnos eran importantes, pero en su corazón, Pedrito ocupaba un lugar especial.
Pasaron los años. Pedrito terminó la escuela, ingresó a la universidad y doña Tomasa perdió contacto con él. Hasta que un día, recibió una carta.
Estimada doña Tomasa:
He terminado mis estudios de medicina y estoy a punto de casarme con una mujer maravillosa a la que conocí en la universidad. Me haría muy feliz que usted fuera mi madrina de boda. Con todo mi cariño,
Dr. Pedro Altamira
El día de la boda, doña Tomasa volvió a ponerse el brazalete sin piedras y el perfume de la mamá de Pedrito. Al encontrarse, se abrazaron con fuerza.
—Todo se lo debo a usted, doña Tomasa
—le susurró Pedro, con la voz quebrada por la emoción.
La maestra, con los ojos llenos de lágrimas, le respondió:
—No, Pedrito, fuiste tú quien me enseñó la lección más importante de la vida. Me enseñaste a ser maestra.